Desde el vamos se notaba que todas las seguridades y certidumbres no eran partícipes. O quizás participaban desde su ausencia. La primera sensación fue la falta de esa acostumbrada y aburguesada tranquilidad que nos brinda la visión. Desde el momento en el que, los nunca mejor llamados “acomodadores”, nos guían a través de una inescrutable oscuridad, comienzo a entender cuan indefenso me encuentro. No por un miedo o por sentirme amenazado, sino simplemente por la ausencia de patrones, o la presencia de uno solo, la nada.
El desarrollo de la obra me encontró imaginando aquellas estructuras que la oscuridad me negaba. Automáticamente cada personaje se convirtió en una estrecha imagen estereotipada asociada a su voz y su caracter. Al parecer, mi mente se negaba permitirle a aquellos personajes permanecer sin forma. Toda la nada que me rodeaba era forzada a convertirse. Cada escena distinta generaba un cambio de las estructuras imaginarias que regían en mi mente. Pasar de una playa a una oficina y de una oficina a una selva, era un cambio al que la cabeza se adaptaba rápidamente. La necesidad de certidumbres procuraba una construcción imaginaria lo más deprisa que se pudiera.
En algunos momentos, lograba vislumbrar algunas formas. Algunas luces débiles, prácticamente muriendo, que automáticamente recibían los desesperados intentos de aferrarse a una verdad. Pero incluso esas luces, incluso esas formas no terminaban de convencerme. En muchas ocasiones me encontraba cuestionando su veracidad. Verdaderas o no, la realidad es que la falta de estructuras, la falta de certidumbres lograban poner absolutamente todo en duda.
Finalmente, la luz. La luz destruyendo todo lo que la mente había imaginado y empapando de realidad toda la sala. Las construcciones que minutos antes ocupaban todo el lugar, se desmoronaban frente a la fría verdad y nuevamente me ubicaban en el plano de la razón cotidiana. Allí donde las cosas son tanto como nuestra visión nos permite que sean.
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