Mil teorías se tejieron alrededor del alunizaje del 20 de Julio de 1969. Sin embargo, ninguna de ellas estuvo en lo cierto. Quizá, a los burócratas de la NASA no les guste lo que tengo para decirles, pero créanme, lo que les digo es la verdad.
Yo, Edwin Aldrin, estuve allí. Lo vi con mis propios ojos. Lo sentí con mis propias tripas. Allí arriba (quizá decir “arriba” no es un término adecuado, pero creo que todos nos sentimos “bajo la luna”) las leyes normales no se cumplen.
Como todos saben, Neil fue el primero en pisar la luna, y al instante de hacerlo, noté que algo estaba fuera de lo normal. ¿Saben qué? El primero en descender sobre la luna debí haber sido yo. Extrañamente la hora pautada para que Neil bajara y nos encontráramos nunca llegó. Su reloj se adelantó. El mío se atrasó. ¿Coincidencia? No lo crean. En la luna nada es igual a la Tierra. Usar reloj es una invitación al desencuentro.
Cuando logré reponerme del shock, me acerqué a la escalera y comencé mi descenso. En el mismo instante en que puse mi pie derecho sobre el escalón, noté que algo no estaba bien. Sentí Frio. Mucho frio. Y una oscuridad absoluta. ¿El responsable? El sol. El mismo sol que nos alumbra y da calor en la tierra, en la luna es pura oscuridad y frio polar.
Intenté acercarme a Neil, pero algo me detuvo. Su huella. La famosa huella. El “pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad” era raro. Se veía raro. En mi desesperación, busqué el mapa y para mi sorpresa comprendí qué era lo que andaba mal. El lugar de alunizaje no era el esperado. No estábamos en “tierra”, estábamos en un lago. La suerte estuvo de nuestro lado y nos salvo de morir ahogados en un mar de tierra. Porque allí, en la luna, la tierra es líquida. La tierra es transparente. La tierra es lo contrario a lo que alguien cuerdo esperaría.
Desesperado, volví a la nave. ¿Era esto posible? ¿Acaso las leyes normales no tenían validez aquí? Todo eso era demasiado para mi cabeza. Pensé en mi mujer, en mis hijos. No sentí nada. El amor que antes supe sentir, se había evaporado. De hecho, me preguntaba si alguna vez había sentido algo cercano al amor. Allí, el amor no era más que un pensamiento. No era más que el deseo de morir.
Puse manos a la obra. Decidido a terminar con mi vida y la de mis compañeros, me acerqué al panel de control. Desarmé la fachada del tablero y con mi tijera intenté cortar el cable de energía. ¿Saben qué? El cable ya se encontraba cortado, el alunizaje había dañado el mismo y con ese cable roto, jamás podríamos volver. Sin embargo, mi impulso por morir era tan grande que no pude detener el ademan de cortarlo con la tijera.
Y si se preguntan cómo hoy estoy aquí, esto es porque en la luna, entre otras cosas, las tijeras no cortan. Únen.
martes, 7 de julio de 2009
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