Te pensaste entre perlas
Adornada de estrellas
Me diste visiones
De tiempos sin guerras
Escapabas de todo
En sueños turquesa
Sin un dios a tu lado
Eras mi princesa
Y el recuerdo de tu voz
Que arañaba entre promesas
No me salva por dejarte
Nuevamente en tinieblas
Me enseñaste a ser suave
Entre tanta dureza
Con tus ojos sabias
Ensancharme las venas
Gritabas al cielo
Muchas glorias, más penas
Miles de horas pasaron
Para olvidar tu esencia
Y entre cuatro paredes
Eras mi única idea
Espero no me odies
Por perderte allá fuera
lunes, 13 de julio de 2009
martes, 7 de julio de 2009
La mirada del segundo
Mil teorías se tejieron alrededor del alunizaje del 20 de Julio de 1969. Sin embargo, ninguna de ellas estuvo en lo cierto. Quizá, a los burócratas de la NASA no les guste lo que tengo para decirles, pero créanme, lo que les digo es la verdad.
Yo, Edwin Aldrin, estuve allí. Lo vi con mis propios ojos. Lo sentí con mis propias tripas. Allí arriba (quizá decir “arriba” no es un término adecuado, pero creo que todos nos sentimos “bajo la luna”) las leyes normales no se cumplen.
Como todos saben, Neil fue el primero en pisar la luna, y al instante de hacerlo, noté que algo estaba fuera de lo normal. ¿Saben qué? El primero en descender sobre la luna debí haber sido yo. Extrañamente la hora pautada para que Neil bajara y nos encontráramos nunca llegó. Su reloj se adelantó. El mío se atrasó. ¿Coincidencia? No lo crean. En la luna nada es igual a la Tierra. Usar reloj es una invitación al desencuentro.
Cuando logré reponerme del shock, me acerqué a la escalera y comencé mi descenso. En el mismo instante en que puse mi pie derecho sobre el escalón, noté que algo no estaba bien. Sentí Frio. Mucho frio. Y una oscuridad absoluta. ¿El responsable? El sol. El mismo sol que nos alumbra y da calor en la tierra, en la luna es pura oscuridad y frio polar.
Intenté acercarme a Neil, pero algo me detuvo. Su huella. La famosa huella. El “pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad” era raro. Se veía raro. En mi desesperación, busqué el mapa y para mi sorpresa comprendí qué era lo que andaba mal. El lugar de alunizaje no era el esperado. No estábamos en “tierra”, estábamos en un lago. La suerte estuvo de nuestro lado y nos salvo de morir ahogados en un mar de tierra. Porque allí, en la luna, la tierra es líquida. La tierra es transparente. La tierra es lo contrario a lo que alguien cuerdo esperaría.
Desesperado, volví a la nave. ¿Era esto posible? ¿Acaso las leyes normales no tenían validez aquí? Todo eso era demasiado para mi cabeza. Pensé en mi mujer, en mis hijos. No sentí nada. El amor que antes supe sentir, se había evaporado. De hecho, me preguntaba si alguna vez había sentido algo cercano al amor. Allí, el amor no era más que un pensamiento. No era más que el deseo de morir.
Puse manos a la obra. Decidido a terminar con mi vida y la de mis compañeros, me acerqué al panel de control. Desarmé la fachada del tablero y con mi tijera intenté cortar el cable de energía. ¿Saben qué? El cable ya se encontraba cortado, el alunizaje había dañado el mismo y con ese cable roto, jamás podríamos volver. Sin embargo, mi impulso por morir era tan grande que no pude detener el ademan de cortarlo con la tijera.
Y si se preguntan cómo hoy estoy aquí, esto es porque en la luna, entre otras cosas, las tijeras no cortan. Únen.
Yo, Edwin Aldrin, estuve allí. Lo vi con mis propios ojos. Lo sentí con mis propias tripas. Allí arriba (quizá decir “arriba” no es un término adecuado, pero creo que todos nos sentimos “bajo la luna”) las leyes normales no se cumplen.
Como todos saben, Neil fue el primero en pisar la luna, y al instante de hacerlo, noté que algo estaba fuera de lo normal. ¿Saben qué? El primero en descender sobre la luna debí haber sido yo. Extrañamente la hora pautada para que Neil bajara y nos encontráramos nunca llegó. Su reloj se adelantó. El mío se atrasó. ¿Coincidencia? No lo crean. En la luna nada es igual a la Tierra. Usar reloj es una invitación al desencuentro.
Cuando logré reponerme del shock, me acerqué a la escalera y comencé mi descenso. En el mismo instante en que puse mi pie derecho sobre el escalón, noté que algo no estaba bien. Sentí Frio. Mucho frio. Y una oscuridad absoluta. ¿El responsable? El sol. El mismo sol que nos alumbra y da calor en la tierra, en la luna es pura oscuridad y frio polar.
Intenté acercarme a Neil, pero algo me detuvo. Su huella. La famosa huella. El “pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad” era raro. Se veía raro. En mi desesperación, busqué el mapa y para mi sorpresa comprendí qué era lo que andaba mal. El lugar de alunizaje no era el esperado. No estábamos en “tierra”, estábamos en un lago. La suerte estuvo de nuestro lado y nos salvo de morir ahogados en un mar de tierra. Porque allí, en la luna, la tierra es líquida. La tierra es transparente. La tierra es lo contrario a lo que alguien cuerdo esperaría.
Desesperado, volví a la nave. ¿Era esto posible? ¿Acaso las leyes normales no tenían validez aquí? Todo eso era demasiado para mi cabeza. Pensé en mi mujer, en mis hijos. No sentí nada. El amor que antes supe sentir, se había evaporado. De hecho, me preguntaba si alguna vez había sentido algo cercano al amor. Allí, el amor no era más que un pensamiento. No era más que el deseo de morir.
Puse manos a la obra. Decidido a terminar con mi vida y la de mis compañeros, me acerqué al panel de control. Desarmé la fachada del tablero y con mi tijera intenté cortar el cable de energía. ¿Saben qué? El cable ya se encontraba cortado, el alunizaje había dañado el mismo y con ese cable roto, jamás podríamos volver. Sin embargo, mi impulso por morir era tan grande que no pude detener el ademan de cortarlo con la tijera.
Y si se preguntan cómo hoy estoy aquí, esto es porque en la luna, entre otras cosas, las tijeras no cortan. Únen.
lunes, 6 de julio de 2009
Extracto de las memorias de un loco cuerdo
…y hoy me encuentro entre estas cuatro paredes. Supuestamente para recuperarme. Un indicio más de que el loco no soy yo sino ellos.
Pero no voy a desesperar. No voy a dejar que cambien mi realidad. Mi realidad que marca las horas mucho mejor que todos los relojes. Que todos esos relojes que solo sirven para generar desencuentros. O acaso, ¿alguien puede negar que no existe tal cosa como el desencuentro al cruzarse fortuitamente con un amigo en la calle? En una de esas mini charlas callejeras que jamás fueron pautadas por el reloj. Allí no existe ni desencuentro ni relojes.
No hay caso. Ellos siguen con su postura. Yo con la mía. Hace unos días tuve una charla con el director de este lugar. Al ver unas tijeras en su escritorio, comenté que aquel me parecía uno de los objetos que mayor unión puede crear. Recordé para mis adentros como, en la primaría, mi madre me ayudaba a recortar las figuritas de los próceres para pegar en el cuaderno. Recordé como su mano guiaba la mía a través de la silueta de un San Martín, de un Cabral. ¡Qué cerca de mi madre me sentía en esos momentos! Y sin embargo, para mi sorpresa, el director denegó una vez más mi alta médica.
No encuentro consuelo alguno aquí dentro. Ya no se me permite siquiera pasear por el parque, ya que algunos empleados se han quejado de que mancho el uniforme con tierra. “Manchar con tierra”. Me parece algo tan absurdo que no entra en mi cabeza como la tierra puede manchar. Si acaso, ¿no hay mejor limpieza de espíritu que oler tierra fresca? ¿Oler esa tierra casi líquida?
Sin duda no saldré de aquí pronto. No mientras no entiendan que mi sol es aquel que está adentro mío. Que mi sol es oscuro. Frío. Mi sol es pena. Mi sol es lo que me empuja a ver las cosas de manera diferente al resto. Mi sol es aquel que me dice que no existe el amor entre los seres vivos. Y que aquel motor que todos llaman amor. Aquel intento humano de alcanzar la felicidad. No es más que la raíz de todos los sufrimientos. Sin ir más lejos, aquellos que dicen amarme, son aquellos que firmaron para entregarme a esta estadía indeterminada en el reino donde los locos son cuerdos.
Pero no voy a desesperar. No voy a dejar que cambien mi realidad. Mi realidad que marca las horas mucho mejor que todos los relojes. Que todos esos relojes que solo sirven para generar desencuentros. O acaso, ¿alguien puede negar que no existe tal cosa como el desencuentro al cruzarse fortuitamente con un amigo en la calle? En una de esas mini charlas callejeras que jamás fueron pautadas por el reloj. Allí no existe ni desencuentro ni relojes.
No hay caso. Ellos siguen con su postura. Yo con la mía. Hace unos días tuve una charla con el director de este lugar. Al ver unas tijeras en su escritorio, comenté que aquel me parecía uno de los objetos que mayor unión puede crear. Recordé para mis adentros como, en la primaría, mi madre me ayudaba a recortar las figuritas de los próceres para pegar en el cuaderno. Recordé como su mano guiaba la mía a través de la silueta de un San Martín, de un Cabral. ¡Qué cerca de mi madre me sentía en esos momentos! Y sin embargo, para mi sorpresa, el director denegó una vez más mi alta médica.
No encuentro consuelo alguno aquí dentro. Ya no se me permite siquiera pasear por el parque, ya que algunos empleados se han quejado de que mancho el uniforme con tierra. “Manchar con tierra”. Me parece algo tan absurdo que no entra en mi cabeza como la tierra puede manchar. Si acaso, ¿no hay mejor limpieza de espíritu que oler tierra fresca? ¿Oler esa tierra casi líquida?
Sin duda no saldré de aquí pronto. No mientras no entiendan que mi sol es aquel que está adentro mío. Que mi sol es oscuro. Frío. Mi sol es pena. Mi sol es lo que me empuja a ver las cosas de manera diferente al resto. Mi sol es aquel que me dice que no existe el amor entre los seres vivos. Y que aquel motor que todos llaman amor. Aquel intento humano de alcanzar la felicidad. No es más que la raíz de todos los sufrimientos. Sin ir más lejos, aquellos que dicen amarme, son aquellos que firmaron para entregarme a esta estadía indeterminada en el reino donde los locos son cuerdos.
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