viernes, 18 de septiembre de 2009

15 minutos después

Al terminar la función, todavía con los sentidos un poco alborotados, me dirigí caminando hacia la avenida. Instantáneamente noté como el foco de mi atención había abandonado su antiguo centro, la visión, para pasar a ubicarse en el oído. Mi concentración se dirigía a cada ruido que mi oído captaba. Pasos, llaves chocando entre sí, extractos de charlas callejeras. Cada sonido era percibido de manera muy consciente.

Esas cuadras caminando fueron una orquesta. Sin embargo, donde antes había imaginación, ahora había realidad. Es decir, antes, cada ruido me llevaba a una construcción imaginaria de su forma. Y ahora la construcción estaba delante de mí. Y yo no era partícipe de esta realidad. O al menos, no era el creador. No era quien le daba la forma sino, nada más, un simple observador. La oscuridad permitía otra realidad. Una realidad donde no había absolutos. Porque, ¿quién puede ser absoluto con algo que no puede ver?

Entonces, podríamos decir que la luz es absolutista. Que en el lugar donde hay un árbol y podemos verlo, ese árbol es tanto o tan poco como nuestros ojos nos permiten. Mientras que la oscuridad es más flexible. La oscuridad nos permite construir ese árbol de la manera que queramos. Quizás, negar la razón es más fácil cuando la razón no tiene nada de que agarrarse. Cuando la vista, su aliado, pierde todas sus capacidades.

No lo sé. Todavía no tengo nada en claro. Por lo pronto, aprendí a dejar ir ciertas cosas. O por lo menos a olvidarme de ciertos sentidos. Optar por apagar la luz un rato y despegarse de todas las estructuras que te atan a la realidad. A esa realidad que no es más que el reflejo de la luz en las cosas. Porque al fin y al cabo, la realidad es eso. El reflejo de la luz sobre las cosas. ¿Acaso alguien sabe como son las cosas, cuando no reflejan luz? No sé, vamos a imaginar.

Ensayo sobre teatro ciego

Desde el vamos se notaba que todas las seguridades y certidumbres no eran partícipes. O quizás participaban desde su ausencia. La primera sensación fue la falta de esa acostumbrada y aburguesada tranquilidad que nos brinda la visión. Desde el momento en el que, los nunca mejor llamados “acomodadores”, nos guían a través de una inescrutable oscuridad, comienzo a entender cuan indefenso me encuentro. No por un miedo o por sentirme amenazado, sino simplemente por la ausencia de patrones, o la presencia de uno solo, la nada.

El desarrollo de la obra me encontró imaginando aquellas estructuras que la oscuridad me negaba. Automáticamente cada personaje se convirtió en una estrecha imagen estereotipada asociada a su voz y su caracter. Al parecer, mi mente se negaba permitirle a aquellos personajes permanecer sin forma. Toda la nada que me rodeaba era forzada a convertirse. Cada escena distinta generaba un cambio de las estructuras imaginarias que regían en mi mente. Pasar de una playa a una oficina y de una oficina a una selva, era un cambio al que la cabeza se adaptaba rápidamente. La necesidad de certidumbres procuraba una construcción imaginaria lo más deprisa que se pudiera.

En algunos momentos, lograba vislumbrar algunas formas. Algunas luces débiles, prácticamente muriendo, que automáticamente recibían los desesperados intentos de aferrarse a una verdad. Pero incluso esas luces, incluso esas formas no terminaban de convencerme. En muchas ocasiones me encontraba cuestionando su veracidad. Verdaderas o no, la realidad es que la falta de estructuras, la falta de certidumbres lograban poner absolutamente todo en duda.

Finalmente, la luz. La luz destruyendo todo lo que la mente había imaginado y empapando de realidad toda la sala. Las construcciones que minutos antes ocupaban todo el lugar, se desmoronaban frente a la fría verdad y nuevamente me ubicaban en el plano de la razón cotidiana. Allí donde las cosas son tanto como nuestra visión nos permite que sean.