Ya no asistía a las reuniones. Nunca comulgué con la idea de que la violencia nos brindaría dignidad.
En su lugar, elegí usar esos momentos para recorrer las calles con mis retoños. Tenía la esperanzadora idea de que no eramos invisibles para todo aquel bien vestido. Fantaseaba con la generosidad de aquellos con los que la vida fue generosa.
Llegando a una esquina, me tropecé con la arquitectura de la ostentación. Y sin embargo, sin embargo unos ojos concentraron toda mi atención. Instantaneamente pude sentir su cálido posar sobre nuestras almas. Supe que tenía razón, que la violencia denotaba la peor de las pobrezas, la pobreza de alma. Comprendí que no era una guerra.
Me iba a acercar al buen hombre, cuando ví a Karl, el más acerrimo defensor de que la dignidad la lograríamos con sangre, salir corriendo de la recientemente inaugurada vidriera de vanidades. Me detuve. Recordé su plan, recordé su odio, recordé sus ojos al hablar de ello.
Entonces no lo dudé, abracé a mis hijos, los arrojé al suelo, a ese suelo que tanto conocíamos.
En un instante todo ardió en llamas. En las mismas llamas que no discriminan. Destruyen todo, sin importar su estirpe.
Al levantarme y, con esfuerzo, ayudar a levantar a mis niños, nos noté envueltos en las más costosas telas. Cubiertos en los más puros cristales. Llenos de la más profunda tristeza.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
jueves, 2 de septiembre de 2010
Caligrama
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